eltijoaquin@hotmail.com - facebook.com/El Ti Joaquin

domingo, 22 de junio de 2014

Al carro de vacas.


Seguramente el gran invento de la rueda no hubiera sido tal, si alguien no hubiera tenido la genialidad de unirla a otra mediante un eje, sujetar encima un tablero y adiestrar animales de tiro para tan sencillo vehículo: había nacido el carro, y durante varios milenios movería la humanidad. El elemento más usado en su construcción es la madera, por su ligereza, disponibilidad y facilidad de reparación. Solamente las partes con mucha fricción, como ejes y llantas, y sistemas de sujeción como abrazaderas y tornillos se usaría el acero. Para fabricar un carro, herreros y carpinteros sincronizaban sus conocimientos para, como veremos, lograr la perfección dentro de la humildad.

Es reciente la desaparición de los carros de nuestras calles, y me refiero, naturalmente, a las de nuestros pueblos y sus típicos carros de vacas. Es casi a finales del pasado siglo cuando los tractores relegaron a las nobles vacas de tiro a meras productoras de carne o leche, y sus robustos carros terminaron aparcados en los arrabales porque grandes carros o remolques metálicos con llantas de goma impusieron su ley del más fuerte, aunque todavía se puede ver algún híbrido de antiguo carro y modernas ruedas corretear tras algún tractor para llevar pequeñas cargas. Hoy me gustaría publicar, para la memoria colectiva, una detallada descripción de ese carro que tantas veces usé o vi usar en tan variadas situaciones, vestido o desnudo para adaptarlo a la tarea a realizar.
En primer lugar decir que, y sigo refiriéndome a nuestra comarca, los carros no se construyeron en fábricas, con sus cadenas de montajes y personal especializado; fueron generalmente jóvenes artesanos que heredaron conocimiento y práctica de forma verbal de otros viejos artesanos los que a su vez recibieron los secretos de sus mayores. El resultado fueron vehículos únicos y personalizados, pequeñas obras maestras con enormes resultados: sin prisa, pero sin pausa, acarrear fue preocupación y necesidad de varias generaciones y culturas.
Para describir sus partes, nada como comenzar por su proceso de construcción, el que me contara uno de los últimos artesanos, mi propio padre.

El carro se comienza a fabricar por su centro, con el corazón de un árbol en serio peligro de extinción: el negrillo, llamado también olmo o álamo negro. No fue el carro la causa de su desaparición; es un escarabajo, el que inocentemente infecta los árboles con las esporas de un hongo, el verdadero Talón de Aquiles de este frondoso árbol; en pocos años ha sucumbido en casi toda su totalidad ante nuestra inexplicable indiferencia. Esta madera es dura, flexible y correosa, y configurará la carrocería: la caja del carro, el soporte del eje, y el timón que irá amarrado al yugo de las vacas, de nombre “ bracera”, y con ella comienzo por las partes del carro según se llamaron en nuestra comarca, aunque seguramente no sea como en otras. Con una sierra de cinta, generalmente manual, se divide en dos el madero de negrillo hasta algo más de un tercio de su longitud. Allí se ajustará una abrazadera de hierro para evitar que se abra más y luego a agua y fuego, y sudor, una cuña golpeada con la maza separará las dos mitades y se dará forma hasta el tamaño estimado para la “caja”, limitada en largura por dos piezas también de negrillo con agujeros en sus extremos. Son los “borbijones”, y el espacio cuadrangular que forman será cubierto con un grueso tablero fijo, el “tablao”, y en los agujeros irán introducidas las “costanas”, tableros laterales desmontables que facilitan el transporte de distintas cargas. La “bracera” va apoyada en el suelo en una pieza transversal, el “peón” o “pión”, y acaba en el primer “borbijón” con un hueco triangular, la “traguadera”, muy útil para llevar encajada una “talega” con la merienda o con cosas delicadas. El “peón” tiene además la misión de hacer tope sobre el yugo, al que va unido con una gruesa correa de cuero terminada en lazo: es el “sobeo”. Para evitar que se derrame por delante y por detrás la carga, las “costanas” tienen unos agujeros por los que se atraviesa un palo redondo, y se cierra con unas piezas flexibles compuestas por multitud de finas varillas unidas, o mejor trenzadas con cuerdas, los “cañizos”. También hay “cañizos” rígidos, de varias tablas unidas, en el delantero se solía pintar un paisaje como adorno. En medio de la caja del carro, por debajo, un grueso eje de hierro se sujetaba con abrazaderas y largos tornillos, y en él, con arandela y pasador o “cabija”, irán las que para mi son las piezas estrella, las ruedas. Desde dentro hacia afuera, la rueda comienza en una gruesa pieza cónica de hierro que gira sobre el eje, el “buje”. Éste va ajustado en una pieza de madera torneada de la que parten los “radios”: la “calabaza”. Los “radios” terminan en varias piezas con la forma circular, las “pinazas” y perfectamente ajustado sobre ellas el “aro”, también de hierro. Pudiera parecer fácil, y sin embargo las distintas piezas de la rueda van encajadas sin tornillería, simplemente a presión. Para ello se mezclan distintas técnicas, aparte de la extrema precisión en la carpintería. La “calabaza” se hierve en agua, y en los “radios” y en los huecos donde irán encajados se labra algo parecido a las puntas de arpón o agallas. Finalmente se hace una hoguera circular para calentar el “aro” al rojo e introducirlo dilatado y ajustado en su sitio, y después enfriarlo rápidamente con agua. Al final, la presión y el secado de la madera garantizan la rueda en condiciones extremas: vibración, frío o calor, humedad o sequía, barro, etc. Debajo de la “bracera”, un palo cilíndrico de la misma altura que el eje, articulado con hembrillas, permite mantener horizontal el carro sin las vacas, o también aliviarle el peso; es el “tentemozo”, y algunos artesanos colocaban otro similar en la parte trasera para evitar que se “empique”, o bascule. Otro accesorio muy útil es el “gato”, aparato simple de dos piezas para elevar el carro de su parte trasera y “untar” las ruedas, o sea, engrasarlas con aceite “quemada”, o mejor, con finas lonchas de tocino. “Chapas de rodaje”,  “matrículas”, o tablas con el nombre del pueblo eran formas ineludibles de recaudación de impuestos, que circular casi nunca ha sido gratuito.

Como la oruga que despliega sus alas de mariposa, en el carro se sustituyen las pequeñas “costanas” por las grandes “pernillas”, unos bastidores terminados en afiladas puntas: ha llegado el verano y hay que “acarriar”. Los manojos se colocan estratégicamente enlazados para transportar gran volumen, que no peso, hasta las “eras”. Cuando los brazos de los cargadores queden cortos, se elevarán con el “forcón”, largo palo terminado en dos pinchos de hierro. Y al terminar de “trillar” y amontonar la paja, sobre las “pernillas” se sujetará unas redes llamadas “armaduras”, con una pequeña bolsa delantera y otra enorme trasera que cuando se llena de paja parece que el carro está embarazado. El destino es el pajar, y el aprovisionamiento para todo un largo año. El ir y venir de los carros siempre se me antojó como un gran hormiguero que hoy miro con nostalgia y aprobación.

El carro del reportaje lo encontré en Fuente Encalada, recogido en un antiguo portal. Amablemente el dueño me lo cedió para limpiarlo y hacerle fotos, y el lugar elegido fue ante otra joya rural: la casa vieja de Aureliano y Adelina. Una casa centenaria, vidrialesa tradicional, en la que llevan viviendo más de 50 años. Trepando a su corredor, ofrece sus deliciosas uvas blancas una enorme parra, de variedad “Arbillo”, que maduran entre “Santiago y Nuestra Señora” (25 de julio – 15 agosto). Incalculable es la edad de esta planta, examinando su deformado tronco; me dice Aureliano que siempre la vio así, “cocosa como está”. Él compró la casa, que algún día fue del cura párroco, Don Manuel, venido del Bierzo leonés como muchos ascendentes vidrialeses; ya he mencionado este hecho en otros artículos: de ahí pueblos con nombre Bercianos, Carracedo, o la historia del monasterio de Ageo de Ayoó. Don Manuel Rodríguez tomó posesión de la parroquia en 1829, y con él vino un hermano que luego se casó con una vidrialesa y tuvo una amplia familia. Carro, casa y parra forman un conjunto maravilloso, atemporal… y fotogénico.

Una vez alguien dijo: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo” (Arquímedes, s. II a.c.). Yo diría: “Dadme un carro y también moveré el mundo”. No hay más que ver los millones de toneladas de tierra, piedras, maderas o prefabricados acarreados que han sido necesarios en la construcción de nuestros edificios, o caminos y puentes que los unen hasta la llegada del recién nacido camión. Puede que me haya excedido en el tamaño del artículo pero es que no he podido parar. Y queda tanto por contar…, como la práctica de “a coyunta” en los años ruinosos que hubo que vender una vaca de la pareja y compartir la otra con un vecino en la misma situación, como la clásica broma juvenil de “correr el carro” por las calles con el consiguiente cabreo del propietario, como los viajes tan lejanos como eternos a La Bañeza o Benavente con productos al mercado o a comprar lo necesario….  el tiempo siempre fue más lento con el carro, de eso no hay duda. Y como olvidar en nuestros pueblos las “carreterías” o “carrunias”, espontáneas asociaciones de carreteros que daban el primer empujón al ilusionado vecino que quería levantar su casa. Eran tiempos del “uno para todos y todos para uno”, verdadero derroche de amistad, desinterés, y por supuesto esfuerzo en torno al sencillo carro. Un vehículo que forma parte de la historia de la humanidad, ya los antiguos astrónomos lo elevaron a los cielos en la forma del famoso asterismo de la Osa Mayor, visible todo el año en nuestras latitudes; esa fue su forma de perpetuar su hermandad con el hombre. Manuel, el propietario del carro de las fotos, le decía con cariño: “¡Hay carrico, cuanto rodas y cuanto te gastas”. La moraleja está en que el bueno de Manuel se fue hace muchos años, y el carro quedó prácticamente nuevo; yo desearía que, en honor de ambos, para toda la eternidad.