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domingo, 7 de septiembre de 2014

De siegas y segadores





“Todo cambia, nada es”. El filósofo Heráclito de Éfeso (535 AC - 484 DC) razonaba el tránsito del tiempo y su efecto en nosotros con ésta y otras frases, como “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Si bien esto es cierto, y por tanto indiscutible, también es evidente que hacemos cosas que parecen saltarse esa máxima, realizamos actividades y tenemos comportamientos que aparentan ser eternos. Una forma de subsistencia ha convivido con la humanidad desde sus tiempos más remotos, algunos calculan más de 8000 años: el cultivo de cereales. Con éste cultivo el ser humano ha tenido hasta los últimos 80 o 100 años el mismo método de recolección, agarrar con una mano, normalmente la izquierda, un puñado de tallos a poca distancia del suelo y cortarlos con la otra mano ayudado de una herramienta con forma curva y afilada en su parte cóncava, una hoz. ¿Qué son, pues, 100 años en 800 siglos, mas que un amanecer dentro de una eternidad?

Pues nos pondremos a hablar de siegas, y para que no se nos olviden, me parece adecuado recordar los últimos nombres que se dieron en el proceso de convertir las espigas en harina y la paja en alimento o cama de ganado, aunque sea comenzar una guerra de nombres y enfrentarse a la mismísima Real Academia de la Lengua. Una vez más repito que cambiar de comarca es cambiar de maneras de nombrar; las que yo aportaré son las que me enseñaron en la nuestra, Valdería y también Vidriales.

Segar es cortar, pero no de cualquier forma, como cualquier trabajo se efectúa con orden para un mayor rendimiento y eficacia. Para segar con la hoz se comenzaba la parcela de derecha a izquierda y cada segador llevaba una franja tan ancha como alcanzara su brazo caminando solo hacia adelante. Eso es una “calle”, “mano” o “sucada”. Cada puñado de tallos segado, la “manada”, se dejaba en el suelo al lado izquierdo, hasta que quedaba incómodo y entonces se comenzaba otro montón. Estos montones de manadas son las “gavillas”, y como solían ser pequeñas para manejar se juntaban dos o más para crear un “manojo”. A este acto se le llamaba “engavillar” y quienes lo hacían “engavilladores”. Los manojos se ataban con un puñado de su mismo montón, bien ordenado por la parte de las espigas. Sin soltarlas con una mano, para esto había diestros y zurdos, se abrazaba el manojo para pasar al otro lado y con un giro alrededor de las espigas e introducidos por debajo de los tallos el manojo quedaba atado. Este puñado de atar tiene varios nombres, siendo “gadañuela” o “garañuela” los más usados, aunque también se le llama, incorrectamente, “encaño”. El encaño es el tallo y la espiga sin grano, para ello se “majaba” sobre una madera, y se usaba para atar varias cosas, previa inmersión en agua para devolverle sus propiedades elásticas. Una vez atados los manojos se amontonaban para cargarlos sin mover el carro, y luego se “respigaba”, es decir, se recogían una a una las espigas que se pudieran haber perdido. Estos montones de manojos ordenados se llaman “morenas”, y se solía hacer una pequeña al comenzar a segar para poner la comida y la “barrila” de agua a la sombra.

La siega se hacía con rapidez, con energía y ritmo. Si un segador se paraba o ralentizaba hacía parar a quien llevaba detrás, a su derecha. Por eso los mejores iban delante, como una selección natural según las habilidades de cada uno. Los jóvenes engavillaban y ataban, y segaban detrás un ancho menor hasta coger práctica y resistencia. Por tanta presión los cortes en la mano izquierda serían habituales si no fuera por los “dediles” y la “galocha” (zoqueta). Los dediles son fundas de cuero para no cortarse los dedos, o para proteger uno herido. Para no perderlos iban unidos con una correa a la muñeca. La galocha o zoqueta es un objeto de madera con forma de recipiente en el que se introducen los dedos de la mano izquierda exceptuando el índice y el pulgar. También se ataba a la muñeca con un cordón. Otro útil que siempre acompañaba a los segadores era la piedra de afilar, para poner a punto las herramientas. Normalmente se introducía en un trozo de cuerno de vaca y se colgaba del cinturón, aunque fue más popular entre los segadores de guadaña, junto con el martillo y la “pica”, el pequeño yunque que se clava en el suelo para “picarla”, o adelgazarla en el corte.

Llega el momento de transportar los manojos a las eras, se empieza a “acarriar”. Los manojos se cargaban con el “forcón”, herramienta con dos dientes y un mango largo en el carro, al que se le sustituían las “costanas” por “pernillas” para una mayor capacidad. La parcela, segada y sin manojos, quedaba “de rastrojo”. Ordenar el carro siempre fue un arte, para evitar que las sacudidas por los baches del camino deformaran e incluso cayera parte de la carga. Para ello se colocaban los manojos horizontales con la espiga hacia el centro o alternados cuando quedaba hueco, y al terminar eran atados con dogales. Al carro mal cargado y a punto de perder parte de su carga se le decía “despanzurrado” o “abortizo”.

En las eras, que nunca fueron singular aunque fuera una, los manojos se almacenaban en una especie de edificio, también con la espiga hacia el interior, llamado “meda”. Había medas circulares, cuadradas o rectangulares, pero todas compartían una característica: como tejado una pendiente hecha con manojos con la espiga hacia el lado bajo para que la lluvia no penetrara en su interior. De la meda a la trilla, circular, para pasar por encima con un pesado tablero tirado por animales al que se le insertan pequeñas lajas de pedernal, el trillo. La trilla se volteaba para acceder a todas sus zonas, primero manualmente y últimamente con un simpático carrito metálico, el “volteador”, que funcionaba automáticamente por medio de bielas. Al finalizar se recogía para un montón, la “parva”, con un palo con forma de C abierta, el “calamón”. Con el viento, y más adelante mecánicamente, la parva se limpiaba, es decir, se separaba grano y paja, en montones llamados “muelo” y “parvón”, respectivamente. Durante todo este proceso se manipulaban las distintas herramientas que ya incluí en éste artículo. Al carro se le colgaban redes de las pernillas, las “armaduras”, para transportar la paja; el grano se transportaba el “fardelas” o “quilmas”, grandes bolsas de tejido de lino, hasta la “panera”, habitación habilitada en la casa para almacén, generalmente en el segundo piso, y se derramaba por el suelo para un completo secado. De ahí al molino, y la paja al pajar, a través del “boquerón”.

Antes de la llegada de la mecanización hizo aparición la guadaña o “gadaño”, la mejora de la hoz añadiéndole la elemental solución: un palo largo. No fue en principio bienvenida, por el “derroche” de paja al segar más alto. Y cuando quiso hacerse popular en el último siglo llegó el diseño de máquinas que dejaron obsoleto el rudimentario trabajo de la siega a mano. Primero fue la segadora-engavilladora, un ingenioso carro tirado por un équido que segaba y almacenaba varias gavillas hasta completar el manojo, que se ataba a mano. Luego, y por muy corto tiempo, este carro se tiró con un tractor y también ató los manojos, era la segadora-atadora. En las eras apareció el trillo mecánico, un cilindro dentro del cual un eje con cuchillas trituraba los manojos con la ayuda de un tractor. Más adelante fue la trilladora, que unía a la anterior máquina la aventadora y separaba automáticamente grano y paja. Y por último apareció la cosechadora, con todas las comodidades o incluso más que un turismo, que se mueve por las parcelas completando el proceso desde la siega hasta el transporte que llevará el grano al almacén. Tras de ella se pasa la empacadora, que recoge la paja y la comprime en unos paquetes llamados pacas para un fácil almacenamiento.

Hoy una sola persona en un día hace tanto trabajo como mil jornaleros, que de desplazaban decenas de kilómetros (o incluso centenares hasta Tierra de Campos, Valladolid) andando para ganarse un modesto jornal. La siega siempre fue una tarea dura y dolorosa. Raro era el segador que no se quejara de sus “cadriles”. El calor y la sed, los tábanos, las moscas y mosquitos, los dolores de riñones, la desesperación y la prisa por amenaza de tormenta… nunca fueron obstáculo para aquellas personas mañosas, laboriosas e incansables, que al final encontraban su premio en la satisfacción de ver recogida en casa la cosecha para todo un año y así poder alimentar a los suyos. Prácticamente todas las personas mayores de nuestros pueblos fueron de aquellos segadores, y no puedo menos que sentir un profundo respeto y admiración por ellos y por sus historias tan cercanas y a la vez tan ancestrales. Se cuenta en mi familia, que mi bisabuelo, ya muy viejito, cuando a la sombra de la nogal veía pasar a los segadores les aconsejaba: “¡Hala, hijos, hala!, poco a poco y no parar… la barriga a la sombra y el hierro que se ruja, que se ruja”. Esa fue la filosofía de miles de generaciones autosuficientes, que recuerdan con alegría y cariño aquellos tiempos pasados de dolor y sudor, si, pero también de cánticos, de meriendas bajo robles y encinas, de siestas o de “la sopa en vino”, una mezcla de miga de pan, vino y azúcar para animar a media tarde el último tramo de la jornada, que decían que “la sopa en vino no emborracha, pero alegra a la muchacha”.

Hablando de eternidades, este artículo se me rebela como eterno y no encuentro fin alguno adecuado; así que le cedo el remate a la poesía, de la delicada mano de María Violeta Gambín Sevilla, en un fragmento de “los segadores”:

¡Madre! Ya vuelven
los hombres, de la siega
regresan, madre.
Sus alforjas cargadas de pan,
vacías de sueños están.

¡Madre! Ya vuelven
los hombres, de la siega
regresan, madre.
Sus rostros enjutos,
cansados parecen,
y sus manos hechas de callos,
descanso merecen.

¡Déles de beber, madre!
agua fresca del pozo,
que remojen sus labios secos
y de agua de lluvia se bañen,
que los hombres de la siega
cansados regresan,
de cortar los trigales

Y una frase para reflexionar: “A dos hombres venero yo en este mundo: al labrador sufrido de mano callosa y nervuda, en la que permanecerá para siempre una real e indeleble majestad puesto que en ella está el cetro de este mundo; y a aquel que trabaja por las imprescindibles necesidades del espíritu, no por el pan cotidiano, sino por el pan de la verdadera vida”
(Thomas Carlyle, historiador, crítico social y ensayista, 1795 – 1881)