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viernes, 24 de abril de 2015

Campanas del mi lugar... ¡¡Alerta están!!






Los pueblos se apagan. Sus pilares se hunden, literalmente, en la tierra. La soledad vence en la calle y la toma por suya, sin resistencia alguna. El monte hace tiempo que se ha lanzado a reconquistar lo que un día fue todo propio, y avanza sin piedad. Sólo nos queda resistir o morir, o ambas cosas por necesidad.

La despoblación rural se me antoja como una alegoría, que sólo entenderá quien haya desgranado una piña de pino piñonero. Cuando está madura, rebosante, los primeros piñones salen solos de las capas primeras, sin orden y sin afectar la estética. La piña sigue estando cerrada, hermosa, con sus increíbles alineaciones helicoidales, y con los fallos que la hacen única y especial. Pero a medida que hurgamos en ella en busca del fruto, su mayor tesoro, pierde simetría, equilibrio, armonía. Al manipular las celdas se parten, y lo que era una coraza inexpugnable comienza a sonar raro, a roto. Los últimos piñones tienen que salir a golpes, ayudados de alguna herramienta punzante. Es entonces cuando la piña cambia de orden áureo a caos total con tanta rapidez que casi en cada parpadeo desconoceríamos el todo original si no fuera que la tenemos entre las manos. Esa piña es mi pueblo; y apelo, por no maldecir, a la mano que nos sacude tan cruelmente.

¿No oís los golpes? Prestad atención: los repite el triste tañer de las campanas cuando encordan, avisando que un vecino, un nuevo piñón, muere en el pueblo; es arrebatado de la piña. A esas campanas ya nuestros ancestros le dedicaron una coplilla:

Campanas del mi lugar,
sé que me queréis de veras;
tocásteis cuando nací,
tocaréis cuando me muera.

Aunque a decir verdad, la piña no vale como ejemplo. Más bien nos deberíamos comparar con el gigante que surge de una sola y minúscula semilla. La alegoría sería para con el propio árbol, y su raíz, de donde partieron por sus circunstancias los ayoínos que allá donde fueron repitieron el extraño y bello nombre de su pueblo, lo deletrearon y mandaron acentuar para su correcta pronunciación. Ayoínos que ocuparon otras piñas, donde allí si, las montañas, las calles, las gentes repitieran los golpes desgarradores. Tristemente, la copla pierde el sentido, y la tierra que nos viera nacer quizás no nos acoja al final de los días.

Reflejo de lo expuesto ha sido el reciente fallecimiento de Evelio Tábara, desapercibido como tantos en nuestra comunidad. Había nacido en la calle Palomares, en una casa que hacía rincón. Era el año 1937, un 2 de diciembre. De cuatro hermanos fue el tercero, y como era y es costumbre, a los pocos días en la pila bautismal de la Iglesia, tomó el nombre de su padre. En la escuela del pueblo, donde la plaza de la audiencia, aprendió las letras y los números, en aquellas viejas enciclopedias que traían un poco de todo. El ansia por saber que pronto demostró, aconsejó su ingreso en otros colegios más avanzados. Primero sería la preceptoría anexa al Santuario de la Virgen del Campo, en Rosinos, bajo el atento control de su tío, sacerdote. De allí a Cáceres, Badajoz, Roma, Madrid… En 1962 fue ordenado sacerdote en Roma, enviado a Alemania y luego a Portugal. Hasta su muerte recorrió España con su actividad pastoral, como Vicario de la Provincia Ibérica, Superior y Capellán en Cáceres, , Director de colegio en Badajoz, Capellán en los centros penitenciarios de Cáceres y Madrid… y por último, y debido a su enfermedad, en una residencia de Cáceres, donde mientras pudo celebró la misa. Su última semana la pasó en el hospital de Coria, Cáceres, donde pronunció sus últimas palabras… “Muero feliz”.

Para Evelio el mundo fue parcela conocida, Europa la vuelta de la esquina, España la palma de su mano, y su querido pueblo ese lugar, inaccesible, difícil de visitar. Como tantos partió para no volver, y su ciclo de la copla quedó roto para siempre.

Piña o pino, los pueblos se secan, y solo queda un rincón para sus últimos frutos. El ruido de aquellas calles, de no hace tanto, apenas ya es un murmullo que asiente y se resigna en silencio. Solo las campanas están alerta, a sabiendas que su tañer melancólico no callará hasta que el último de nosotros calle. Es lo que nos han enseñado y será nuestro destino.















P: Evelio Tábara, 1937 - 2015