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domingo, 25 de marzo de 2012

La naturaleza habla



Creo que hay cosas que irradian ternura, melancolía… poesía. Están ahí, posiblemente no llamen la atención, pero al descubrirlas o al contemplarlas rezumarán inspiración y encanto. Algunas son sencillas, además en grado extremo, lo que añade valor a lo que es atractivo por naturaleza. Deberíamos dedicar cinco minutos cada día a una de éstas insignificancias, a la belleza de una flor, al sonido del viento, a la luz de las estrellas… y a su meditación, que no resuelve problemas pero seguro que ayuda a sobrellevarlos, pues nos aportaría otro punto de vista. Decía Víctor Hugo “Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla, mientras que el género humano no escucha”. Otra cita, ésta de Robert Fripp: “Algunos encuentran el silencio insoportable, porque tienen demasiado ruido dentro de ellos mismos”. Es cierto, y recientemente, el colofón de un pequeño paseo por los extensos alrededores de Ayoó, ha sido la causa de éste artículo, que nació tras largo rato en soledad, sentado en una piedra mirando una pequeña y simple obra, abandonada y perdida, que a mí me encandiló. Es uno de esos lugares comunes, en otros tiempos concurridos, necesitados, pero que un cambio en las costumbres los condenó al olvido. Porque es mucho lo que ha cambiado para abandonar las eras, los prados, las fuentes y bebederos, canales de riego o desagüe, los alberques,… los puentes, cosas mantenidas con yeras, trabajos comunitarios destinados a construir, reparar o conservar bienes comunes. Un pequeño ejemplo, ya a punto de desaparecer, despertó esa musa que nunca me quiere visitar, y allí mismo me prestó estos humildes versos:





Caduco puente de piedras,
ocultado entre espadañas,
del paraje de la veiga,
de “entre los regueros” llaman.
Por un tiempo nos dejaste
pasar secos pies y patas,
que el pastor y su ganado,
en el fango resbalaban,
como el aro de los carros
cargados de hierba o paja;
sin tu lomo éste paso
fue fatiga de las vacas.
Ahora ni camino tienes,
el olvido es tu desgracia,
no corre agua en el reguero,
ya no sirves para nada;
solo murmuras poesía,
y quién pudiera escucharla.
-------------------ETJ



lunes, 19 de marzo de 2012

La cueva de Ismael



Sin duda, cada cueva (bodega excavada en el suelo de barro) es única. Por la orografía del terreno, el estilo de la zona y las necesidades y las posibilidades de cada uno, es imposible encontrar dos cuevas iguales. Construidas mayoritariamente por labradores por partida doble, primero por labrar la tierra para subsistir (cuidando las viñas), y segundo por labrarla, en este caso el barro, para aprovechar las propiedades de un agujero en el suelo como conservante del vino. 

Cavar una cueva llevaba años, y millones de picotazos en el barro. Sobre la marcha, se alargaba o ensanchaba para “amueblarla” con los distintos recipientes necesarios en la elaboración de los caldos. Los amantes de las cuevas no las utilizan, las veneran; en el lluvioso invierno de hace unos años, que destruyó gran parte de ellas, oí decir a alguien que temía por la suya, que prefería que se le arruinase un trozo de casa que una zarcera de la cueva. Y es que el arreglo bajo el terreno es más costoso que sobre él, o simplemente imposible, totalmente irreparable. Quienes valoran estos extraños edificios, entre los que me cuento, sufrirá con cada ruina, y si de algo sirviera llorará con cada cadáver de lo que un día fue un pequeño agujero en el suelo, pero con una gran historia que contar. Porque los que mimamos las cuevas sabemos que es algo más, es un microclima con su micro-filosofía de la vida, patente cada vez que unos cuantos amigos se reúnen de espaldas al barro para comer, beber y charlar. La alegría y la diversión están garantizadas. 

Yo pertenezco a un grupo que de vez en cuando se reúne allí para cenar, la cueva es nuestro particular santuario de la amistad. Nuestro nombre, “El perro tien catarro”, no nos define, porque somos indefinibles, inclasificables, somos los que somos e invitamos a nuestros semejantes. Bajamos con pocas cosas, las elementales, dejando lejos lo superfluo y banal, creemos que allí de nada sirve, que quien no sea capaz de desprenderse de todo eso, nunca llegará al final del callejón. Este viaje lo emprendemos sin documentación, ni dinero, trabajos, política…, porque abajo no nos preguntaremos quién, sino qué somos; ni cuánto tenemos, sino realmente qué necesitamos. Hasta los móviles han aprendido la lección, cuando muchos de ellos se niegan a dar cobertura en la cueva, tal es el grado de libertad. 

En una de las últimas cenas, con buena gente, sabrosa carne a la brasa y distendido ambiente, fuimos los invitados de quien comparte nuestra filosofía, Ismael, un excelente anfitrión. De entre todas las cuevas, la suya sobresale, resplandece, maravilla…, pues con su infinita paciencia y autodidacta maestría, hurgando en el barro ha encontrado y traído a la realidad seres de cuentos y leyendas, animales, escenas de caza, personajes religiosos, y cómo no, las protagonistas de los pícaros chistes que nunca faltan cuando el vino entorpece la lengua y descontrola la risa. Gracias Ismael, por abrirnos tu cueva y contarnos entre tus amigos. Y como amigos brindamos, y pedimos salud, y como siempre lo que para nosotros es más interesante, ¡que nuestras mujeres nunca se queden viudas! Vaya por ellas, por su comprensión, por permitirnos éstas nuestras pequeñas manías que nos hacen la vida un poco más feliz.

P.D.- Para visualizar mejor las imágenes, hacer clic encima de una de ellas.





















domingo, 11 de marzo de 2012

Andrés, el último pregonero.



En el pueblo, toda la actividad se detiene cuando el característico sonido de la chifla anuncia el paso del pregonero. La gente sale a la calle, forma corrillos, comienzan los comentarios, las noticias, las suposiciones… y llega el silencio, porque nuestro personaje, completando su recorrido, llega al sitio de costumbre y tras soplar dos o tres veces su dorada compañera, levanta la voz y “echa” el pregón: 

¡Por orden del señor alcalde…! (o alcaldesa); ¡Mañana el agua…! Y las cosas de los cazadores, y el pescadero, la cosechadora, el mineral, el tendero…, todo se comunica a viva voz al pueblo, que regresa a sus casas enterado de las sonoras noticias, muchas veces las mismas que las del insensible papel del tablón de anuncios, aunque el estilo y la personalidad del pregonero las hace parecer distintas, más asimilables y cercanas. 

Parece ser que los romanos, una vez más, nos dejaron en herencia esta costumbre; eran los “praecones”, al servicio de los magistrados, quienes anunciaban o daban publicidad a sus acuerdos de carácter general. Uno de los últimos de ésta vieja estirpe es Andrés, que todavía de vez en cuando nos deleita con un pregón. Aunque la noticia sea mala no importa; él, tras soplar y soplar, siempre lo comienza diciendo:
 “-¡Bueno…!”. 

Unos de los pregones más divertidos eran los que se “echaban” desde el escenario del grupo de música el último día de fiesta, y no porque pregonaran la fiesta, que eso es reciente, era para saber por qué zona se empezaría a regar al día siguiente. Y más memorable fue aquel, de hace ya muchos años, que por el mismo motivo del riego, y con mucha picardía, dejó a la intuición del personal el doble sentido de su pregón. Antes he de matizar un par de palabras muy nuestras: “aguaduche”, que lo mismo podría ser el corte practicado en el reguero para que entre el agua al huerto o parcela, que cierta parte íntima femenina; y la expresión “acostarse con” significa eso mismo, o también ser consecuente, responsable de las consecuencias. Y el famoso pregón, recordado todavía por los de cincuentaytantos, era más o menos así:

-¡Tuuuuut! ¡Tuuuuut! ¡Mañana, las mujeres que “pa de noche” no tengan tapado el “aguaduche”, se “acostarán” con el presidente de la hermandad!

Aquel pregón era para advertir que quienes dejaban mal tapada la entrada de agua a la parcela (y normalmente eran las mujeres las encargadas de regar), por el problema de inundación que podría ocasionar, serían reprendidos por el presidente de la hermandad de regantes, o sea, lo mismito que dijo el pregonero. ¿Alguien ha entendido otra cosa?




domingo, 4 de marzo de 2012

La envidia de volar





Se suele decir que la envidia es pecado, uno de los siete capitales. Bien mirado, podría ser una excelente virtud, si valoramos sus consecuencias, pues en algunas ocasiones nos estimula a mejorar, a plantearnos retos que otro pecado, la pereza, dejaría en el olvido. Por envidia comenzamos a volar. La observación de las aves, algunas realmente voluminosas y pesadas, ponía de manifiesto que aquello era posible, a la vez que extraordinariamente ventajoso. No tendríamos alas, pero si nuestros sueños siempre nos permitieron volar, nuestra imaginación acabaría por idear el primer paso, el salto mágico que eludiría a su modo la gravedad y nos trasladaría a un mundo más rápido y mejor. La mitología griega cuenta como fue el primer vuelo de humanos. Dédalo y su hijo Ícaro, para escapar de una isla, idearon unas alas de plumas unidas con cera de abejas. Desobedeciendo al padre, Ícaro voló alto, cerca del sol, que calentó la cera, deshizo las alas y lo arrojó al mar, pereciendo entre las olas. Fue el primer vuelo y el primer accidente aéreo de la historia de la aviación, y un presagio, pues de todos los inventos quizás sea el que más vidas ha costado su desarrollo y perfeccionamiento. Aquí lo de ensayo y error, la mayor parte de las veces, no le permitía al intrépido inventor buscar una alternativa tras la prueba. Sin embargo, aquella antigua y persistente envidia, lo de ¿por qué ellas, las aves, y nosotros no?, y nuestra innata tozudez, nos llevarán más allá de nuestros sueños, eso es seguro. Hoy volar es, aparentemente, sencillo. Un artilugio simple y seguro, y al alcance de todo el mundo, es el paramotor. Un parapente, especie de paracaídas gobernable, y un pequeño motor de gasolina, son suficientes para emular a las aves, olvidarse de obstáculos, y disfrutar de ésta libertad unos cuantos kilómetros, sin necesitar pista especial de despegue, ni hangar donde guardar el equipo. Del vecino Tardemézar, mi amigo Jesús es un experto en este tipo de vuelo. Nos ha dejado un hermoso vídeo de una corta exhibición, grabada en las eras de Rosinos. Él no vuela por envidia, lo hace por placer, la envidia la arrastramos los que desde el suelo, con la boca abierta, observamos su gracilidad de movimiento. Y para terminar, oí contar que una vez, estando un hojalatero ambulante remendando un caldero en la plaza del pueblo, que es donde se solían poner, cruzó las nubes un ruidoso avión que le llamó la atención, a él y a los clientes que cacharro en mano, esperaban su turno. Aquel hombre, orgulloso, tocando la cabeza en señal de aprobación, exclamó:
-Hay que ver, lo que llegamos a hacer los hojalateros.