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jueves, 15 de octubre de 2015

El hilo de lana




La verdad, no entiendo nada de cambios climáticos, calentamientos globales y demás conceptos alarmistas que tan de moda están y por desgracia tan preocupantes parecen ser. Como mucho podría hablar de los aparentes cambios de temperatura del último medio siglo que llevo vivido, sin poder aportar datos objetivos y contrastables; como nadie puede aportarlos en España con más de 150 años de antigüedad, porque aunque cueste creerlo, son inexistentes. Tampoco me puedo extender más allá de nuestra comarca, que es donde he encuestado al respecto a otras personas de mayor edad, y sorprende el veredicto común al que me uno: antes hacía más frío. Sin usar un termómetro lo sabemos porque tenemos un testigo infalible, el hielo.

Los inviernos fueron más inviernos, por norma general, en el último siglo: las eternas placas de hielo en lagunas, el inolvidable y larguísimo carámbano que pendía de los aleros de los tejados, las grandes nevadas, las diarias “cambricias” (heladas) matutinas… Es sacar el tema y encontrar un cúmulo de historias y vivencias con el frío como denominador común. Y lo verdaderamente extraño es que la calefacción, el mejor remedio para combatir las bajas temperaturas, es un bien reciente; como lo es la moderna construcción, y me refiero al único lugar conocido del que puedo hablar y documentar, mi pueblo y sus alrededores.

Solo hay que volver la vista a los edificios particulares de más de 100 años para encontrar puertas que no ajustan, ventanas sin cristales, humedades en los bajos, tejados con agujeros… sin electricidad, y por tanto electrodomésticos, ni maquinaria de ningún tipo, ni saneamiento o abastecimiento de agua…. Las vestimentas tampoco ayudaban demasiado; toscas prendas, con remiendos para aprovecharlas, y calzado de cuero y suela de madera era el ajuar general. ¿Y el descanso nocturno? Pues más de lo mismo, colchones vegetales en la mayor parte de los casos, o dura lana sin somier, y ropa de cama tan tosca y áspera que hoy nos sería imposible conciliar el sueño, y eso que la alimentación ahora es infinitamente mas completa y abundante, aunque hay que reconocer que de peor calidad.

En las viviendas de aquellos años solo había una fuente de calor, la lumbre en el suelo en una estancia que hacía las veces de cocina, comedor, sala de estar, dormitorio…, era el centro neurálgico de la familia, que por cierto, y para empeorar las cosas, solía ser abundante en número. La siguiente pregunta lógica es: ¿cómo pudieron sobrevivir nuestros antepasados en estas condiciones?

En la batalla que cada año la población plantaba a los rigores invernales, intervenía desde tiempos inmemoriales un ejército implacable, un aliado que aportaba labores de intendencia para defenderse hasta en las peores condiciones posibles. Una tropa adiestrada que de manera pacífica creó una serie de trabajos y costumbres que condicionaban el año laboral agrícola y ganadero hasta límites insospechados. Ellas son las ovejas; y aparte de la carne, de la venta de lechazos, de la leche y subproductos como el queso, de los excrementos como extraordinario abono, de la constante limpieza forestal, y un largo etcétera de bondades… su pelo es recortado con delicadeza una vez al año, continuando el mercado y la entrañable artesanía de un producto que fue imprescindible contra el frío: la lana.

En la autosuficiencia hogareña, y volvamos de aquellos años, la lana requería poco proceso para convertirse en utilidad. Las ovejas se esquilaban en la primavera, antes de llegar el calor, con unas extrañas tijeras unidas en la parte trasera con un muelle. Los esquiladores las dominaban con gran maestría, uno a cada animal, acostado en el suelo y con las patas atadas para no molestar y herirse. Del corte de pelo se recogía una sola pieza, el vellón, que en un animal adulto solía pesar en torno a los 4 kilos.

El vellón requería un buen lavado con agua muy caliente, para eliminar la suciedad e impurezas de todo un año, un enjuague con agua tibia y se tendía a secar al sol. Una vez recogida la lana limpia y seca en casa, se desenredaba y estiraba a mano para conseguir el efecto “algodón”, acción que se conocía como “escarbenar” (escarmenar). Luego se hacían pequeños rollos llamados “rocadas” para insertar en la rueca, ese curioso bastón al que cerca de un extremo se le practicaban dos cortes longitudinales y cruzados, y al agua y fuego se doblaban hacia fuera consiguiendo una forma de piña característica. El primer hilo de la rocada se sujetaría al huso, palo torneado también llamado “fuso” o “fusa”, que con un rápido giro de los tres primeros dedos de la mano derecha se haría girar para torcer las fibras, y con su propio peso la delgadez necesaria para hilar con finura.

Ese hilo de lana se me antoja como la fibra óptica del pasado, un hilo transmisor de usos y costumbres, de historias y leyendas…,  de la sabiduría popular. Las mujeres, como norma general, eran las encargadas de “filar” durante todo el año en sus ratos “libres” y en tiempo de invierno en particular en unos puntos de reunión conocidos como hiladeros, “filaderos” o “filandones”, aparte de otras variantes. Solía haber uno en cada barrio, y parece que el hilar era la escusa para reunirse los vecinos por las noches, después de cenar, para cantar, jugar y contar historias e incluso debatir temas comunales; era el esperado y deseado momento de “aserenar”. Las jóvenes eran iniciadas en el arte del hilado, y los mozos aprovechaban para lo propio de la edad, el ligue, creando un importante movimiento nocturno de jóvenes y mayores en algunos pueblos llegando a prohibirse por Gobierno y desaprobándose por la Iglesia.

Es difícil hoy día imaginarse un hiladero, acostumbrados a locales limpios, aireados, luminosos… De ahí el mayor valor al trabajo de unas incansables manos femeninas, casi siempre arrugadas, sin mayor aliciente que procurar prendas para combatir el frío de los suyos. Una cocina con la lumbre en medio, o la parte limpia de una cuadra aprovechando el calor de los animales, y el candil de aceite o los menos “carburos” para un tenue alumbrado era suficiente para que aquel fino hilo fluyera sin prisa, pero sin pausa… pero eso ha de contarse en otra historia, que seguiremos en otra ocasión. (Muy pronto)






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