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jueves, 19 de noviembre de 2015

Uno de celtas y lluvias rojas.










¿Quien no conoce aquel entrañable pueblecito celta, sito en la Galia, tan famoso como irreductible para el opresor romano?¿Quien no sería capaz de nombrar algunos de sus valientes guerreros, sus oficios y aficiones, sus aventuras, su secreto mejor guardado, su menú…? Algo más difícil sería recordar la única cosa que les despertaba un miedo irrefrenable; temblaban aterrados pensando que el cielo pudiera desplomarse sobre sus cabezas. Tal vez, como posible descendiente de otros pueblos celtas, (menos irreductibles para los romanos), también me haya preocupado que el cielo pueda desplomarse sobre mi cabeza y la de quienes más quiero, y por supuesto la de mis convecinos. Aunque solo sea una pequeña parte del cielo, que en su inmensidad no es poco, y haya venido de incógnito disuelta en bondadosa e inocente lluvia.

En mi aldea natal, donde los romanos trazaron su calzada y levantaron sus campamentos, recuerdo que el bardo Abecedarix, un moderno maestro de escuela, nos enseñó e hizo aprender de memoria que el agua era “un mineral líquido, incoloro, inodoro e insípido…”, base de la vida, que se nos mostraba naturalmente con sustancias disueltas, cosa que no ocurría con el agua de lluvia, al ser producto de evaporación. Todavía creo ver aquel gráfico ilustrativo, en el que un río descendía de las montañas y entregaba su agua al mar. Allí el sol la calentaba y evaporaba, creando las nubes. Entonces los vientos las transportaban a las montañas, que regaban en forma de lluvia por la condensación, devolviendo la sobrante de empapar la tierra de nuevo a los ríos. Que ciclo tan bonito. Así aprendimos desde muy pequeños por qué llueve sobre nuestra aldea; y por qué, aunque nos tuvieran sitiados, nunca nos faltará el agua para resistir, ahora y siempre a algún invasor, igual que los galos.

La aldea del cuento estaba vigilada de cerca por el campamento romano Petivonum. En la aldea que resido, a un paseo a caballo del campamento Petavonium - qué casualidad - un día el agua en los recipientes y aljibes situados bajo los tejados dejó de ser cristalina; halos coloreados marcaron en su interior anillos como los de los troncos de los árboles, o se tiñeron de rojo sangriento por completo. Los sabios locales no acertaron a explicar este repentino y extraño fenómeno, y preocupados enviamos mensajes al resto de aldeas con la esperanza de algún razonamiento concluyente. Si el agua era sinónimo de vida, la nuestra estaba tintada de incertidumbre.

Emulando al druida de largos y plateados cabellos y barbas, el sabio Panoramix, recogí muestras en frascos variados para ver la reacción al paso del tiempo. Me armé incluso de microscopio y cámara de fotos para indagar en la anomalía, captando la atención de varios curiosos y sus respetables posibles aclaraciones. El agua cristalina del cielo se tornaba colorada en apenas un cuarto de luna, llenándose de microscópicas perlas rojas como agavanzas maduras, estando el frasco tapado y expuesto al padre sol. El consejo de sabios, reunidos bajo el Escudo Averno y en mayoría absoluta, concluyó en no saber y que decir al respecto, el jefe decretó alerta y paciencia, y la comunidad elevó sus súplicas a Teutates, encarnado en el monte Teleno del que formamos parte.

Un día, de muy lejos o más allá, llegó a la aldea un caballero Lozano que hacía llamarse Javier, en un oscuro y ruidoso corcel con patas de goma, con la idea de resolver el enigma. Y en su alforja llevó uno de mis frascos de agua de lluvia a una provincia lejana, donde dijo unos sabios poseen ojos capaces de ver lo invisible, y máquinas para hurgar en lo inalcanzable. Nerviosos y preocupados esperamos su vuelta; era menester conocer la solución, que llegó con sorpresa. En primer lugar, calma, no había peligro. Solo fue que un bichito viajero, un hábil piloto de las nubes, cruzó una inmensidad para venir a conocer el valle de Vidriales. Es un turista invisible, que nos ha insinuado que no le gusta el “sol y playa”, que es más de húmeda y sombreada montaña. A decir verdad, y al contrario que a nosotros, no le gusta el sol, porque reseca su increíblemente fina y delicada piel, y ciega sus ojos. Pero para él es el motor de despegue en su vuelo intercontinental, así que se ha adaptado para resistir y convivir en la madre Natura con su particular inconveniente. Quizás de las nueces que conociera en alguno de sus largos viajes, aprendiera a proteger su cuerpecito con un escudo blindado. Y para demostrar que está dispuesto a luchar por su vida, lo ha teñido de colores de guerra, como los viejos reyes, de rojo carmesí. Al descender a tierra envuelto en lluvia, se encenderá como un farolillo en señal de peligro, dormitará y soportará viento y marea hasta que algunas condiciones sean propicias. Entonces romperá su coraza, apagará sus colores, y con un impulso mágico volverá a subirse a lomos de su caballo nebular para surcar los cielos y visitar otras tierras, otras gentes.

Me ha gustado conocerlo, y saber de sus cualidades y pequeñas manías. Como embajador y observador internacional ha dado a Vidriales muy buena calificación; su larga estancia indica la elevada calidad medioambiental de nuestra tierra. Me ha gustado también saber que su color no es rubor ni rabia por sentirse observado; su propio nombre indica que simplemente es un coco de corazón: corazón de coraza y de color de corazón. Pues con corazón de anfitriones, que con la misma paz que ha llegado vuelva cuanto quiera, nuestra comarca es su hogar.

Esta pequeña aldea, al igual que aquella de la Galia, celebrará el final feliz cuando lleguen las largas noches de invierno. Será entonces, en algún serano y al amor de la lumbre, cuando el sabio y Lozano Javier nos explicará con más detalle las características del colorado visitante. Yo he querido ambientarme en el imprescindible cómic de Goscinny y Uderzo, mi colección de cabecera preferida, para no tener que hablar de química, de biología, de aeronáutica, de meteorología…, y quizás así haya evitado que me tapen la boca y aten al árbol, como al bardo músico del cuento.

Hace ya muchos años, un sabio dijo, haciendo un ejercicio de realismo y humildad: “Si he podido ver más lejos, ha sido erguido sobre hombros de gigantes”. Yo no he podido ver más lejos, y de hacerlo nada hubiera podido entender. Pero si mucho más claro, y he visto y veo la grandeza humana en colaboración y desarrollo, en investigación y preocupación por el maravilloso ecosistema que nos alberga y nos da la vida. Para este caso, estos han sido mis gigantes:
Javier Fernández Lozano
Antonio Guillén Oterino
Gabriel Gutiérrez Alonso
José Abel Flores
Piedad Franco y
Marta Martínez Sánchez
Hoy estamos a salvo, pero puedo decir que mañana estaremos atentos.
Gracias.










Publicación en la Real Sociedad Española de Historia Natural:


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